Lombrices



No tengo muchos recuerdos de mi niñez, la mayoría son alrededor de mis diez u once años. Si, no es sorprendente, es lo normal en cualquier persona. Mi psicóloga me lo repite a menudo, un poco como consuelo y otro poco desafiando mis resistencias. No sé si hay mucho que valga la pena recordar, dije en una ocasión ya bastante irritada por la insistencia con explorar mi infancia. La semana siguiente, después de nuestro poco feliz intercambio, me recibió con una sorpresa. Ella lo describió como un ejercicio de recuperación: “Pensalo como un recorrido en el altillo familiar. Tenés un espacio lleno de cajas y no podés abrir todas al mismo tiempo. En cada encuentro nos vamos a sorprender con algo nuevo” me resumió, muy conforme de sí misma. Tuve que respirar profundamente antes de responder ya que el comentario me había parecido bastante pelotudo. Primero, porque lo más cercano a un altillo que podía existir en mi familia era el galpón del fondo en lo de mis abuelos, allá en Banfield. Y segundo, porque “altillo” era un concepto que la gente de Barrio Nuevo y su poder adquisitivo no iba a registrar jamás. Sin embargo, como ganas de tirar plata no tenía, suspiré abandonandome a esa tarea forzada y comencé el proceso de rebuscar entre mis memorias. Algunas imágenes se me fueron presentando claras en mi cabeza. Los mates que compartían mis abuelos debajo de la parra. Los brebajes extraños que creaba con las hojas y flores que caían en el patio. El trayecto desde la casa de mis abuelos al jardín de infantes, imitando con los dedos de mi mano derecha el ritmo de nuestra caminata. Algunos cumpleaños. Tal vez con más claridad, recordaba los veranos.


Mis viejos trabajaban en el centro todo el día. Cada mañana me dejaban recién despierta, con suerte peinada, en la casa de mis abuelos. Después corrían hasta la esquina y tomaban el primer bondi que los llevara a la estación de tren. De ahí cada uno a su oficina. Podríamos decir que cada verano era el responsable de las cajas en mi desván. Una acumulación de anécdotas inútiles. La feria de los martes, por ejemplo. ¿Qué podía tener de valioso algo tan trivial? Mi psicóloga decía que en los detalles estaba lo importante. Y es verdad que para mí era todo un evento. Pasear por la calle de la mano de mi abuela al encuentro de esos puestos llenos de colores y mercadería, buscando las mejores frutas, verduras, ¡a veces hasta pescado! No había semana que no fuéramos a comprar galletitas. A mi me gustaban las “Santa María” que estaban rellenas con una crema amarilla. Sólo las encontrábamos en el puesto de Don Antonio que además de galletas, vendía todas las golosinas que te pudieras imaginar. Cuando murió pasó a manos de su hijo Rubén y no las conseguimos más. Los viernes también había feria. Era gigantesca. Ahí podías encontrar libros, juguetes, plantas. Lo que se te ocurriera esperaba en esos puestos extendiéndose cuadra a cuadra, coloreando las calles del barrio. Lo cierto también es que era lejos y a mi abuela le costaba caminar tanto, o eso nos quería hacer creer. Esos paseos me divertían, no por ir a comprar cosas, sino por estar rodeada de gente, compartir una sonrisa, broma, algún gesto amable. La cercanía de esos desconocidos era un misterio para mí.


En el barrio nos conocían muy bien a mi abuela y a mí. Íbamos juntas a todos lados. Una de nuestras salidas habituales era ir a la carnicería. Lo gracioso es que carne no comíamos seguido. ¿Asado los domingos? Ni en mi casa, ni en el barrio. Martes y jueves, mi abuela con su changuito, yo con una carterita verde y azul, religiosamente empujábamos la cortina de plástico que separaba la verdulería del negocio de Dani. El espacio era un local grande, con un ventanal que daba a todos los productos que vendía Sarita, la verdulera. Su negocio siempre estaba limpio y decorado. Pasar por esa vereda era una invitación a quedarse admirando el lustre de cada mandarina. La carnicería, era otra historia. Cuando corrías las tiras de plástico te encontrabas con un cuadrado oscuro, iluminado por esa luz púrpura ahuyenta bichos que emanaba el exhibidor de las carnes y el resplandor del televisor de tubo colgado encima de la entrada. Las paredes estaban cubiertas por cerámicas azules. La pared de la derecha tenía el pizarrón con los precios y un sector donde Dani escribía las ofertas, si había. A la izquierda había un banco de madera largo, sin respaldo y bastante venido abajo que aún cumplía su función de sostener a los mismos 4 tipos que se pasaban el día mirando la pantalla muda y hablando entre ellos a los gritos. Si lo pienso, no sé si era el mejor lugar para que una abuelita y su nieta salieran de paseo. Pero Dani, el carnicero, hacía que todo ese escenario tuviera algo de sentido. Era un tipo graciosísimo, lo conocía todo el barrio tanto por sus chistes como por sus chismes. Medía un metro cincuenta y cinco. Para cobrar se tenía que subir a un banquito, sino lo único que ibas a poder ver era su pelo blanco, medio rapado y un cuarto de su frente. A mi me regalaba chicles con juguito adentro. Yo lo peleaba, diciendo que no me gustaban, aunque los dos sabíamos que al entrar yo ya estaba espiando a ver si tenía algún sabor nuevo. A mi abuela la trataba de usted y le hacía una reverencia desde el banquito cuando nos íbamos. Lo que había en la caja era simple, íbamos dos veces por semana y no volvíamos con carne. De hecho, el intercambio generalmente era el mismo: mi abuela le daba un manojo de billetes que llevaba apretados en el monedero y él le devolvía un papel. Para mi psicóloga había algo en la cuestión del papel. Una clave, un secreto. Pase semanas rebuscando entre las cajas, hasta me mandó a “cotejar en cajas ajenas”. Hablando con mi familia recordé que a veces sí comprábamos carne. Otras veces nos llevábamos carne, huevos y un montón de cosas de la verdulería de Sarita. Ahora del papel, sólo me acordaba yo. Pasaron varias semanas hasta que logré conectar que era eso tan secreto del papel. Dani además de gestionar la carnicería, levantaba timba. Los 4 tipos que estaban clavados al banco, no eran sus amigos, sino aficionados a las carreras de caballos que daban en continuado por cable. Eso duró hasta el 2001. Para esa época Dani ya había dejado de regalar golosinas, tiró el paredón de durlock que separaba la verdulería de la carnicería para hacerle lugar a un fiambrero que nunca era el mismo y mi abuela dejó de ir todas las semanas. Nosotras continuamos con nuestros paseos. En lugar de martes y jueves, íbamos los viernes a comprar raspaditas a la agencia de lotería del barrio. Buscar en el fondo de su cartera una moneda o a veces un botón para levantar el polvillo gris que nos ocultaba el “seguí participando”, más que frustración me daba risa. Cuando cerré esa caja, entendí porqué para ella era todo lo contrario. 



Durante años, fui la única nieta. Eso venía con un cierto reconocimiento en el barrio. No había día que no le preguntaran a mi abuela ¿Y el hermanito para cuándo? A mi nunca me preguntaban si quería tener hermanos. Claramente mi opinión no era material para chismes, por eso me enfrascaba en las hojas de mis historietas mientras ignoraba las justificaciones que ella les daba. Pasado cierto tiempo, sin hermanitos ni rumores nuevos, la pregunta por los niños pasó a mis tíos. Ellos vivían solos en la casa detrás de mis abuelos. Igual que mis papás, trabajaban y nunca estaban en la casa, pero estaban presentes en la boca de todos los vecinos. Le dije a mi psicóloga, jocosamente, que estas cajas tenían nombre. Lucas y Maximiliano. Dos sietemesinos que llegaron justo cuando tenían que llegar, calmando la ansiedad familiar y vecinal. Mi psicóloga tuvo particular interés por este tema. Ella me decía que la teoría indicaba que cualquier criatura en mi lugar se hubiera vuelto un manojo de angustia, celos, ansiedad y un montón de conceptos más que no llegue a registrar. También, me aseguró que de insistir con el tratamiento, rastreando en lo oscuro de la buhardilla del pensar, íbamos a dar con una reliquia. Una que había acumulado telaraña y polvo durante años, escondida a plena vista, como para ocuparme de no mirar. 


Mis primos, como cualquier bebé de su edad, lloraban. Por hambre, por sueño, porqué estaban sucios o porqué simplemente querían un abrazo. Me sentía orgullosa cuando gritaban, porqué entendía casi de inmediato lo que querían. Fue una tarde, varios días después de reyes, que me despertó un chillido a mitad de la siesta. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y no necesité mucho más para saber que algo no estaba bien. Mis primos se despertaron afiebrados y berreando. Estaban bañados en transpiración, agitando sus puñitos en el aire. Mi tía y mi abuela corrieron con ellos hasta la salita del barrio, a unas diez cuadras de casa. Era un lugar humilde y los doctores eran mucho más pacientes que en el hospital, sobre todo con mi tía que como mis primos no dejaba de llorar. “Son parásitos, señora. No tiene nada de qué preocuparse. Tienen que tomar esta pastilla y ya.” Le dijeron, llenándole las manos de muestras gratis para todo el tratamiento. Mi abuela empujaba el carrito con los bebés por la calle mientras mi tía caminaba por la vereda esquivando los agujeros en las baldosas. “No es llanto de dolor de panza, yo sé que les pasa cuando les pasa algo y esta vez no lo sé”, decía desconsolada mientras entraban a la casa. Sus ojos se cerraban con fuerza, abriéndose sólo para dejar caer las cataratas de lágrimas que rodaban por sus mejillas regordetas y  rojas como un carbón encendido de tanto gritar. Los primeros días confiamos en que la pastilla iba a hacer su efecto, que podía tomar un poco de tiempo. Ellos no tenían fuerza mas que para quejarse. Estaban agotados y aún así no lograban dormir. Mi tía estaba al borde de un ataque de nervios y mi tío si bien estaba preocupado, tenía que salir a trabajar y no podía mantener su mente en eso. Era un tipo muy lógico, esos que no tienen tiempo para cajas. 


La situación parecía ser tema para todo el barrio. La desgracia de los mellizos. El llanto constante. Los rumores acerca de los padres. La desaprobación de las señoras bien. Para cualquiera esto hubiera sido un motivo de pudor o vergüenza. Claramente mi abuela no era cualquiera. Ella desfilaba por el barrio, haciendo las compras y deteniéndose con cada vecina para compartir una porción de nuestra desgracia. No es que el asunto no le provocara angustia: ser el centro de atención le era casi tan placentero como leer “vale por otra” en las raspaditas. “¿Por qué no hablás con Dani?”, le dijo Irene, la señora de Don Atilio, “Él seguro te va a poder dar una mano.” Darle cualquier primicia a Daniel era el premio mayor en la escala del chisme y antes que pudiera decir algo mi abuela me estaba arrastrando por la calle hasta la carnicería.


“Minga, el problema es que a tus nietos se los están comiendo las lombrices” exclamó mientras se limpiaba las manos en un delantal roñoso. “Por eso gritan, porqué los están pellizcando desde adentro. No sirve para una mierda la pastilla que le dieron a tu nuera. Yo conozco a alguien que te puede dar una mano, pero te va a cobrar.” No hizo falta que mi abuela dijera una palabra para que todos los presentes nos dieramos cuenta que ese último comentario la había indignado. Si bien esa fue una época bastante complicada para todos, la sola idea que alguien insinuara que su familia no pudiera pagar algo, fuera lo que fuese, le desagradó profundamente. Dani la conocía hace años, por eso ignoró su mirada de desprecio y agregó: “No te va a cobrar con guita Minga, vos sabes como es.” Acto seguido buscó un papel como los que le daba antes, anotó una dirección con la lapicera que tenía detrás de su oreja izquierda y estiró la mano desde el mostrador. Antes de darle el papel, le agarró la mano. Sin soltarla dijo mientras me miraba: “No se te ocurra llevar a la nena”.


Los siguientes días mi abuela pasó varias horas en la calle haciendo mandados. Por primera vez no quiso que la acompañara. Una tarde, mientras hacía que leía, pude escuchar como le contaba a mi tía que finalmente reunió todos los elementos que la señora Luisa le había indicado. Aunque vivíamos en el mismo barrio, esa mujer no frecuentaba los mismos lugares que nosotras. Su casa estaba en una esquina llena de plantas. Era tanto el verdor en el frente que era difícil entender si se trataban de yuyos fuera de control o un follaje cuidadosamente crecido. Mi abuela confirmó que la señora Luisa no ofrecía sus servicios a cambio de dinero, tal cual se lo había adelantado Dani. Ella quería un trueque. Aceite de oliva, una planta de ruda macho y una botella de whisky, del barato. Mi abuela anotó todo en el mismo papel que Dani le había dado. Mientras lo guardaba en el bolsillo de su vestido, dijo, que se le cayó una de las hebillas con mariposas que solía ponerme en el pelo. Con la voz apagada, relató como Luisa tomaba la hebilla del piso observándola con sumo interés hasta el momento que le dijo que el broche era mío. Sin dejar de mirarla a los ojos, ordenó: “Entonces que tu nieta venga también”.


Eran las tres de la tarde. Mi tía y mi abuela llevaban a los mellizos en brazos. Yo empujaba el changuito con las ofrendas para la señora Luisa. Mi tía, que no era una persona nerviosa, estaba irreconocible. Al llegar, se plantó en uno de los maceteros de la esquina, balbuceando que ella no iba a entrar, que ya no soportaba verlos así y entró en llanto. Mi abuela suspiró e hizo palmas, anunciando nuestra presencia. Mi tía era una mujer corajuda con una melena negra llena de rulos. La ansiedad de esos últimos días la estaba consumiendo, al punto que cada vez que se pasaba las manos por la cabeza, perdía decenas de rizos entre sus dedos. No supe en qué momento mi abuela entró a la casa con los dos bebés. Me percaté, cuando la escuché gritar mi nombre exigiendo que entre y que lleve el changuito. Dejé a mi tía en la vereda y me metí en el pasillo, cerrando la puerta detrás de mí. 


Las voces se escuchaban cerca, en lo que asumí era una cocina o un comedor. Para llegar había que atravesar un pasillo angosto y oscuro. Tenía un piso de madera que crujía cuando lo pisaba, como si estuviera hecho por todas las hojas secas del otoño. Al final parecía haber un jardín o un patio porque de ahí venía la única luz que iluminaba el corredor. Mis ojos tardaron un poco en acostumbrarse a ese nuevo ambiente. Después de abrir y cerrarlos varias veces me encontré con una cocina diminuta. Daba a un patio de cemento que se veía a través de una puerta reja por la que apenas entraba viento. El aire era caluroso, se sentía pesado y húmedo, como un sauna. La cocina estaba amueblada con tres sillas y una mesa redonda, todo en fórmica. La señora Luisa estaba parada al lado del horno, sacando una pava tan llena de abolladuras como de agua caliente. La apoyó en la mesa, donde había otra mujer sentada justo en la esquina de la habitación. Tenía un jarrito colorado en la mano y un abanico con un par de varillas rotas en la otra. No dejaba de abanicarse, incluso mientras cebaba el mate. Opuesto al horno, al lado de mi abuela, había un hombre canoso, vestido con una camisa celeste de mangas cortas. Él tenía en brazos a Lucas, mientras mi abuela lo sostenía a Maxi. El hombre tenía la cabeza gacha, sólo se podían ver los lunares entre su cabello blanco y fino. Con mi abuela solíamos entendernos sin hablar. Una mirada era suficiente para entender si tenía que callarme, sonreír o empezar a molestar para que nos fuéramos rápido de algún lugar. Esta vez no lograba entender nada. Ni sus ojos, ni el llanto de mis primos, ni el contenido de lo que estaba volcando en el fondo de la caja. Cuando quise preguntar qué pasaba o quién era esa gente, el hombre giró su cabeza. Sus ojos eran grises como la neblina. Estaba totalmente ciego.


“Bueno Minga, ¿dónde están las cosas?” dijo la señora Luisa acompañando su pregunta con unas palmadas, intentando endulzar lo agresivo de sus formas. En voz baja, como quien acepta un regaño le indicó que las tenía yo. Luisa se giró para verme y con una sonrisa que me dejó ver cada uno de sus dientes, señaló el suelo, para que no me moviera del lugar en el que estaba y regresó al horno de dónde había sacado la pava. Fue cuando me percaté de que nunca había apagado el fuego y ese calor no era por el verano, la acumulación de personas en el espacio reducido o mis nervios. Desde que llegamos había un cuchillo de hoja gruesa calentándose en la hornalla. Cuando lo levantó, pude ver que estaba tan rojo como si recién lo hubiera sacado de una forja. El hombre ciego, puso a Lucas boca arriba con su mirada vacía clavada en mí. Luisa se acercó levantando la remera que cubría su barriga redonda e inflamada y lo roció con el whisky que llevamos, directamente desde la botella. Con el cuchillo encendido, comenzó a hacer cortes en el aire. A milímetros de la delicada piel del bebé. El ciego murmuraba palabras que yo no podía entender porque el espacio estaba inundado con los gritos de ambos niños, retorciéndose de dolor como no lo habían hecho antes. Un solo movimiento en falso y las vísceras de mi primo se iban a estampar contra el suelo de esa cocina. 


Hasta ese momento, me había olvidado por completo de la mujer de la esquina. El movimiento brusco de su abanico me hizo salir del estado de trance. Ella tampoco me sacaba los ojos de encima. Sonreía, mostrando los colmillos. En ese momento, intercambiaron a los bebés. Lucas tenía sus ojos abiertos como quien vuelve en sí después de un desmayo, sin poder enfocar la mirada en ningún lugar en particular. Maximiliano se arqueaba en las manos del ciego, aterrorizado. Chilló aún más cuando el alcohol le tocó la piel, como si fuera ácido. Esta vez, el hombre lo sostuvo con la mano izquierda, poniendo la derecha sobre su frente, murmurando con más fuerza. La mujer de la esquina chasqueó la lengua mientras encendía un cigarrillo: “Pobrecito, se nota que está más tomado.” No sabría cuánto tiempo pasó hasta que el cuchillo lentamente perdió el color bermellón volviéndose oscuro. La hoja estaba atravesada por vetas anaranjadas como el óxido. Maxi dejó de llorar con un bostezo que se llevó las últimas lágrimas que le quedaban. Luisa dejó el cuchillo sobre la mesa y con un gesto me señaló al bebé para que lo alzara y lo llevara con su mamá. Mi abuela ya había salido con Lucas. Mi primo se aferró a mi hombro, apoyando su cabecita en mi cuello. Estaba frío, agotado, con una paz irreconocible. Lo abracé fuerte mientras agarraba el changuito para salir. “Podés volver cuando quieras.” me dijo risueña la mujer del cigarrillo mientras yo apuraba el paso. Tenía un pie afuera de la casa cuando escuché suavemente en mi oído la voz de Luisa agregando: “Sabes que te vamos a estar esperando.” 



Cecilia Oriolo mayo 2023


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